Después del Brexit: el problema no es el art. 50 TUE


Durante mucho tiempo, los Tratados constitutivos no contemplaban la retirada de un Estado. Los expertos convenían en considerar que la ausencia de regulación no impedía que un Estado miembro se fuera, si esa era su voluntad, pero añadían que era una hipótesis casi impensable porque las ventajas de la pertenencia a la Unión y los lazos económicos y políticos creados entre los Estados miembros llevaban a la conclusión de que no le interesaría a ninguno. Con todo, cuando el Tratado de Lisboa introdujo el art. 50 en el Tratado de la Unión Europea, se consideró que era algo positivo porque aportaba un procedimiento claro con el que se podría abordar la situación en el remoto caso de que se produjera.

Como se sabe, esta disposición reconoce el derecho de retirarse de la UE y establece que el Estado que así lo decida notificará su intención al Consejo Europeo, quien señalará unas orientaciones para negociar con aquel Estado un acuerdo sobre la forma de la retirada, teniendo en cuenta el marco de las relaciones futuras con la Unión. El plazo para la celebración de ese acuerdo es de dos años desde la notificación, salvo si el Consejo Europeo, de acuerdo con el Estado implicado, decide por unanimidad prorrogar dicho plazo.

Tras el referéndum del pasado 23 de junio en el Reino Unido y ante la tardanza de este Estado en hacer la notificación prevista, algunos quieren ver defectos en el contenido del art. 50 TUE. Así, se dice que no existe un plazo para iniciar el proceso de retirada, con lo que el Reino Unido podría dilatar el inicio del procedimiento, utilizando ese retraso en su favor. Se añade que no está claro si el tratado de retirada incluirá el nuevo estatuto de relaciones entre las dos partes o si esta trascendental cuestión quedaría para otro acuerdo posterior, lo que le puede interesar a la UE pero no al Reino Unido y esto podría obstaculizar la negociación. Por todo ello, algún experto (D. Sarmiento, El País, 24 de junio) ha dicho de forma ingeniosa que estamos ante un manual de instrucciones que se autodestruye en cinco segundos.

Técnicamente, estas críticas son ciertas. Pero pienso que ninguna cláusula, por previsora que sea, puede forzar algo que depende de la voluntad de un Estado en un ámbito eminentemente dispositivo. No se me ocurre cómo se podría incluir la obligación de notificar, porque es imposible prever en una cláusula la variedad de situaciones que se pueden plantear en el seno de un Estado. El art. 50 afirma que el Estado podrá decidir la retirada “de conformidad con sus normas constitucionales” y por sorprendente que pueda parecer, el referéndum británico es un acto político y ahora se debate si debe ser seguido por un acto jurídico y cuál sería éste.

Lo que sí está claro es que un Estado que abre un proceso con tantas repercusiones, debe comportarse de buena fe, conforme al principio estructural del derecho internacional. Y es evidente que el Reino Unido no lo está haciendo. El rechazo al resultado manifestado por un amplio porcentaje de la ciudadanía, las advertencias de los mercados, las primeras consecuencias económicas negativas, la amenaza secesionista de Escocia y las crisis internas de los partidos británicos están conduciendo a esta situación de impasse en la que el Reino Unido quiere ganar tiempo y la Unión Europea es un mero rehén sin margen de maniobra. Pero esto no lo arregla ni el artículo mejor redactado porque el problema no es jurídico sino político.

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Paz Andrés Sáenz de Santa María

Catedrática de Derecho internacional público

Universidad de Oviedo

 

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