Muchas veces me han preguntado por qué escogí ser fiscal, qué me hizo decidirme a dirigir mis pasos profesionales por ese camino y no por cualquier otro. Y, aunque la respuesta no es tan fácil como pudiera parecer, hoy Togadas llama a mi puerta y me da la oportunidad de sacar mis razones de paseo. Y encantada de hacerlo.
Hay momentos de la vida que marcan nuestros destinos, aunque cuando suceden no seamos capaces de reconocerlos. Pero haciendo flash back, aparece ese instante con un puntito luminoso como uno de los momentos estrella de tu existencia. Y, en la película imaginaria de mi vida, uno de los puntitos luminosos se sitúa precisamente ahí.
Mi elección he de reconocer que fue fruto de una mezcla de muchas cosas, entre las cuales destaca la vocación, sin duda alguna, pero también ese ente difuso que es el azar. Y sería deshonesta si negara su influencia.
Quienes estudiamos Derecho lo hicimos por múltiples razones, algunas relacionadas con la vocación y otras no tanto. La nuestra es una de esas carreras “comodín” que, a decir de la gente, tienen muchas salidas. Aunque luego no es oro todo lo que reluce, desde luego. Pero nos metemos a tumba abierta pensando que las asignaturas de la carrera nos proporcionarán el GPS que nos lleve a buen puerto y luego resulta lo contrario. Nos enseñan un montón de caminos y acabamos más perdidos que un pulpo en un garaje. Un pulpo con la cabeza llena de leyes, pero pulpo al fin y al cabo.
La cuestión es que nadie nos explica demasiado bien en qué consisten cada una de esas opciones profesionales por las que podemos decantarnos. Y aunque algunas son de sobra conocidas, otras no lo son tanto. Y creo que la de fiscal es una de ellas, uno de los grandes desconocidos de las carreras jurídicas, culpa, en buena parte, de la cultura audiovisual que manejamos, fundamentalmente anglosajona. Por más que queramos ver otra cosa, en nuestros discos duros está anclado ese fiscal de las películas que quiere que condenen a alguien a toda costa porque aspira a ganar fama para terminar siendo gobernador del estado. Algo que está a años luz de nuestra realidad. Por fortuna.
En mi caso, y a pesar de ser hija y nieta de abogados, no fue muy distinto. Mi referencia de la carrera fiscal venía marcada desde niña, ya que una compañera de colegio tenía un papá fiscal y solía advertirnos que si no hacíamos esto o aquello se lo diría y veríamos lo que pasaba. Cosas de niñas, desde luego. Pero reconozco que desde entonces empecé a pensar que aquello debería ser la bomba. Y la verdad es que lo es, aunque no exactamente de ese modo.
Pero pasó el tiempo, llegó el momento y tenía que tomar una decisión. Opositar o ejercer. Y admito que escogí el camino difícil, porque con un padre abogado con despacho abierto parece que el camino trillado era distinto del que elegí. Para muchos, la opción de opositar tendría a su vez varias bifurcaciones, pero no en mi caso. Si opositaba, sería a juez o fiscal, porque era la única alternativa que me planteaba. Me gustaba el foro, la toga y la discusión jurídica. Y me gustaba especialmente el derecho penal, así que mis tacones iban andando solos hacia el lugar correcto, casi sin darme cuenta.
En mi caso, influyó también mi padre que, dotado de esa clarividencia que solo tienen quienes comparten genes, no dejaba de repetir que yo tenía que ser fiscal, porque estaba hecha para eso. Yo le pregunté que por qué no juez, que parecía que vestía más, y no dudó un momento. “Hija mía, con lo que hablas, sería un desperdicio que tuvieras que mantenerte en la sala de vistas callada, y no creo que lo resistieras”. Y una vez más, tenía razón.
Pero no todo el monte es orégano, y la carrera fiscal no es la panacea. Ni siquiera la Tierra Prometida, aunque a mí hubo un momento en que llegó a parecérmelo, cuando mi mundo se reducía al chándal, los apuntes, los Códigos y litros de café. Sin toga ni tacones.
Y como todo, tiene su cara y su cruz, sus pros y sus contras, sus ventajas y sus inconvenientes. Aunque para mí más cara que cruz, porque si no creo que no estaría aquí. Entre los contras, el más importante, estudiar la oposición. La perspectiva de una media de cuatro o cinco años reduciendo el entorno a las cuatro paredes de un cuarto de estudio o una biblioteca, sin más perspectiva que las dos visitas semanales al preparador ni más objetivos en el horizonte que aprobar el dichoso examen. Cambiar la perspectiva de empezar a volar en el mundo laboral por la de quedarse en la jaula sembrando la semilla de una planta que no se sabe a ciencia cierta si dará fruto. Y ver cómo otros compañeros despegan y empiezan a ganarse la vida mientras nosotros no solo somos incapaces de mantenernos, sino que necesitamos del esfuerzo de los padres para costearnos la oposición. El pro, que el premio es casi como un sueldo Nescafé, la seguridad para toda la vida de unos ingresos fijos. Pero, incluso en el caso de no haberlo logrado, la cosa nunca queda en saco roto, y conozco despachos que se rifan a ex opositores, y a ex opositores a los que la experiencia de estudiar y examinarse les ha acabado ayudando a lograr un buen puesto de trabajo y a montar un despacho exitoso.
Pero la vida no acaba el día que una aprueba. También entonces hay pros y contras. El pro, que, para mí desbanca a todos los contras, es un maravillosos trabajo, donde se puede desarrollar el gusto por el foro y la dialéctica jurídica sin la incertidumbre de depender de que lleguen clientes o no. Una profesión que, además, permite muchas más tareas de las que la gente imagina. El fiscal no solo acusa, como parece ser vox populi sino que, como defensor de la legalidad, tiene un importante papel en otros temas, desde discapacidad hasta consumo, desde derechos humanos a la legalidad pura y dura. Y, la parte a mi juicio más gratificante, la de defender los intereses de los más vulnerables: menores, discapacitados, víctimas de violencia de género o de otros delitos execrables como los de odio. Y todo ello sin despreciar la función acusadora del fiscal, que pocas cosas hay que den mayor satisfacción que lograr que un corrupto, un violador o un asesino paguen a la sociedad el mal que le han hecho. Puedo dar fe de ello.
Por el contrario a todo esto, nuestro sueldo es fijo, y aunque permite vivir con holgura, nunca nos haremos millonarios viviendo de él. Y ni falta que me hace, por cierto. Aunque mucho más que la desventaja crematística, me pesa más otra: la falta de un contacto directo con el cliente y de la completa libertad a la hora de aceptar o no un asunto, y del tiempo que queramos dedicarle. La carrera fiscal, como funcionarial que es, depende de los medios que nos suministren y del trabajo que nos asignen. Y ahí está otro de los grandes inconvenientes que luego no lo son tanto: la dependencia de que haya una plaza en el lugar ansiado y, en otro caso, la obligación de fijar nuestra residencia allá donde tengamos la plaza, aunque nuestra familia y nuestros intereses estén a kilómetros de distancia. Pero, como decía, no es tan fiero el león como lo pintan y de esos “exilios” suelen quedar buenas experiencias, grandes amigos e incluso en más de una ocasión acaban convirtiéndose en un lugar de residencia definitivo. Y, si no es así, con paciencia, siempre acaba llegando el destino anhelado.
Y por cierto, si alguien duda en escoger este camino por aquello de la dependencia jerárquica y de que obedecemos órdenes del gobierno, que se olvide de ello. No diré que es una leyenda urbana, pero casi. A quienes trabajamos día a día en juzgados jamás nos llama nadie de las alturas para decir en qué sentido debemos actuar. Y además, no creo que ninguno lo consintiéramos. Y en cuanto a la jerarquía, no es otra que la relación que hay entre otras muchas carreras, y bastante menos servil que la que algunos se ven obligados a tener con un jefe tirano en algunos puestos de trabajo en la empresa privada.
Así que llegó un día en que, como otro hacía tanto tiempo, era mi hija quien presumía ante sus amigos de que su mamá era fiscal, y he de confesar que un monitor de natación tuvo que llamarme para que le explicara porque la niña le decía que si la obligaba a tirarse de cabeza su mamá le metería en la cárcel. Cuando lo oí, tras superar el bochorno, una sensación de deja vu me trasladó a mi infancia y me pareció oír de nuevo a mi compañera de colegio.
Puedo afirmar que jamás, en los más de veinte años que llevo subida a mi toga y mis tacones, me arrepentí de encaramarme a ellos ni de enfundarme en la toga. Por poco favorecedora que resulte para algunos, no la cambiaba por nada.
SUSANA GISBERT GRIFO
Fiscal de profesión y artista de vocación, aunque no necesariamente sea incompatible.
Entré en esta apasionante carrera en el año 92, y desde entonces he desempeñado diversos destinos, siendo el actual, el de Fiscal de Violencia de Género y Fiscal Portavoz de la fiscalía de Valencia. También participo en otras secciones especializadas como la de criminalidad informática y de Jurado.
Me encanta la danza, a la que dediqué mucho tiempo y esfuerzo antes de que la oposición me obligara a cambar el tutú por la toga, y tengo un vicio confesable: escribir, escribir y escribir. Tanto en su faceta técnica (en publicaciones especializadas como Confilegal o Lawyerpress y con una monografía en el mercado, Género y Violencia, amén de otras colaboraciones), de opinión (El Mundo, Informavalencia, El Periódico de aquí, durante un tiempo en ABC, y, esporádicamente en otros medios como Levante EMV, El Pais, el diario.es o el Huffington Post) y en redes sociales, por descontado.
Soy titular de mi propio Blog, Con Mi Toga y Mis Tacones, y de la página de Facebook a él asociada, que se ha convertido en casi un hijo más. Trato de mimarlo todo los días y no dejo de darle su ración de post dos veces por semana.
Ilustración de Andy Baraja
Hola Susana me encantan tus palabras, somos tocallas de profesión y a lo igual que usted estoy orgullosa de quien soy y a quien represento, es dificil, compleja, estresante, es como para internarse jejejejeee, pero amiga es una de las mejores cosas que me ha sucedido en la vida, amo mi trabajo, y felicidades mucho éxito, usted se lo merece.
Si acabo siendo fiscal me acordaré de ti Susana!