¿A quién no le ha apetecido, alguna vez, desaparecer por un tiempo?, dejando de lado por unos minutos, horas o días, el lugar el que nos encontramos, y transportarnos allí donde nos encontramos realmente con nosotros mismos. Porque, esta sociedad en la que vivimos, “de haz esto y hazlo ya”, no da ni el espacio ni el tiempo suficiente a ello.
Pero en ocasiones ocurre, que aparece la oportunidad de ir a otro entorno, que nada tiene que ver con el que uno está acostumbrado a convivir. Y es que en la isla de Boavista (Cabo Verde), las preocupaciones y el frenesí al que nos tiene acostumbrado ese bosque de asfalto, ladrillos y prisas al que llamamos ciudad, languidece al instante.
Por enmarcar la historia diré que el objetivo de esta misión coordinada es la conservación de la tortuga boba (Caretta caretta), en uno de sus santuarios mundiales como es la playa de João Barrosa, en la que desovan cientos de tortugas año tras año. Kilómetros de arena virgen en los que nuestras protagonistas se adentran, saliendo de su entorno natural, el océano, con un único fin, depositar a sus descendientes, aun con forma ovalada, casi esférica. Un esfuerzo titánico que puede llevarles desde unos minutos a varias horas, en los que el gasto de energía es altísimo y su movimiento torpe y lento. Además, no en todas las ocasiones consiguen localizar un lugar en el que fabricar su nido, por lo que hay salidas que apenas tienen recompensa.
El océano, igual que el resto de hábitats, es un lugar inseguro, donde el día menos pensado, te puedes encontrar con un tiburón con hambre, por eso algunas de las tortugas que aparecen por João Barrosa, no tienen las 4 extremidades. Entonces la obviedad recae sobre la dificultad añadida de cavar su nido para un ejemplar con esta limitada fisionomía. La tarea de un voluntario durante la patrulla nocturna, es esperar y vigilar que la hembra de tortuga localizada en ese momento realizase correctamente el nido, deposite los huevos y los cubra. Proceso que suelen realizar en un lapso de tiempo de alrededor de una hora.
Pero en cierta ocasión nos encontramos con un ejemplar que solo disponía de tres extremidades, dos delanteras y solamente una trasera (para cavar el nido). A duras penas podía desplazarse por la arena y era de suponer que su misión requeriría de un esfuerzo aún mayor. Pero una cualidad gobernaba en esta tortuga, y no se veía a simple vista. La tenacidad.
Una vez elegido el lugar de puesta, la tortuga comenzó a cavar. Yo me tumbé al lado a contemplar el estrellado cielo de Cabo Verde, y en no muchos minutos me venció el cansancio y quedé dormido. Aún recuerdo lo que soñé ese día. Cuando me desperté 4 horas después, ahí seguía luchando contra sí misma y contra todo pronóstico la protagonista, y aun no había finalizado su tarea, que le llevaría finalmente casi 6 horas.
Pensemos por un momento, ¿no es eso lo que nos ocurre frecuentemente cuando queremos realizar un trabajo o actividad, casi contra nuestra voluntad, pero con un fin concreto? Salir de nuestro entorno confortable, utilizando una cantidad elevada de energías. Tomemos entonces el modus operandi de nuestra amiga la tortuga. El factor clave es el tiempo. No importa cuánto de difícil sea la tarea a realizar, ni cuantas veces hayamos de intentarlo. Al final, el objetivo se puede cumplir si se invierte el tiempo necesario. Ya sea un largo camino a pie o una compilación legislativa.
Nunca había experimentado y comprobado esta frase de una forma tan directa y brutal.
Desde entonces, he conseguido ver las cosas desde otro prisma, desde el prisma caboverdiano, donde el tiempo parece que se dilata por momentos y que durante el día el sol cubre el paisaje y por la noche un manto de estrellas hace lo propio.
Sería recomendable entonces aplicar esta historia casi fabulesca, en el mundo de los relojes en el que vivimos, también océano de tiburones peligrosos y objetivos concretos.
SERGIO CALLEJA VAQUERO
Graduado en Ciencias Ambientales por la Universidad de León
Máster en Ingeniería Ambiental por la Universidad de Santiago de Compostela