Erase una vez que se era, en un reino que no es que lo fuera es que debe serlo. Porque, para todos los legos en el mundo de los cuentos como ya comentamos en otros cuentos, si no es un reino el cuento no vale nada.
Había una joven dulce y encantadora estudiante, cuyo sueño era ser un día no muy lejano una ilustre abogada. Y para ello y después de darle muchas vueltas a la cabeza y al plan de estudios, se matriculó en la facultad de derecho del reino. Que como es un cuento solo había una facultad para todo, simplificando la historia bastante.
Y aunque no le hizo falta vestirse como un caballero para que la admitieran en la universidad como a Concepción Arenal. Tuvo cinco largos años, que se estiraron alguno más, para poder acabar la licenciatura, en la que combatió con dragones, consiguió sangre de unicornio y conoció a la Tía Enriqueta y sus problemas con el derecho patrimonial.
Acabada la licenciatura y pensando ella que cada vez estaba más cerquita de su meta. Se puso muy contenta cuando recibió del ministerio y firmado por el rector de la facultad, en nombre del Rey del reino su ansiado título.
Pero la pobre recién licenciada no se percató del abismo que existe entre la profesión y la facultad. Todos esos conocimientos adquiridos en años y años de estudio no servían de mucho si no tenía ni tan siquiera una pequeña oportunidad y que alguien la instruyera en la profesión, puesto que de la facultad salió sin tan siquiera saber redactar un sencillo escrito de personación.
Y después de mucho insistir y de llamar a millones de puertas para que alguien le diera esa esperada oportunidad. Una puerta se abrió. Un gran abogado la sentó enfrente de su gran mesa de caoba, llena de expedientes y le dijo, “tutéame porque ahora somos compañeros, aquí vas a aprender bien el oficio, te recomiendo que no te apuntes al turno de oficio porque no lo vas a poder compaginar con tus obligaciones para con este despacho y como bien sabrás con la pasantía no se cobra un sueldo aquí adquieres conocimientos”
Y más contenta que un bizcocho relleno de chocolate y fresa la estudiante se transformó en pasante. Pero se dio cuenta que había mas oscuros que claros en las explicaciones del compañero, que bien podía tutear, pero constantemente le indicaba que él era el que mandaba y ella estaba para adquirir conocimientos ya que andaba escasita de ellos.
Era la chica para todo, cogía el teléfono, le administraba la agenda, acompañaba a los clientes al juzgado, le abría la puerta a los clientes y los acomodaba en las sillas frente a la gran mesa de caoba llena de expedientes, hacía los escritos más sencillos supervisados con lupa por el compañero y pasados los años y por el mismo precio, consiguió recibir al cliente frente a su mesa de abedul y podía hacer las demandas, denuncias y querellas que al compañero no le interesaba.
Pasados unos años más, la pasante recibía un pequeño sueldo, más bajo que los sueldos que cobraban sus amigas que no se dedicaban a una profesión tan ilustre, por ocho horas en el despacho, más mails en sus horas libres y teniendo que ponerse al día en materias desconocidas los fines de semana.
Y la pasante, que le importaba un pimiento rojo, verde y amarillo si venía el hada madrina a invitarla a un baile y no necesitaba que ningún caballero la rescatara. Cogió aire y con un tono firme pero amable (porque nunca hay que cerrar puertas en este pequeño reino) le dijo al compañero y tratándolo de Tú, que se metiera sus expedientes por donde mejor le entraran. Pero siendo consciente que actualmente tenerlos encima de la gran mesa de caoba contraviene el nuevo Reglamento Europeo 2016/ 679 de protección de datos.
Y con todo esto se lanzo ella solita a pelear en ese palacio de justicia.
¿Cómo lo hizo? Eso ya es otro cuento.
Y colorín colorado la pasante una Toga se ha ganado.
TOGADAS